Una mala noche

Fotografía de *Don Fer* Ciudad Universitaria, Noviembre 2005

Esteban apenas alcanzaba a levantar el rostro, se hallaba tirado sobre una losa de concreto que cubría vestigios de los antepasados más remotos. Una bandera de colores blanco, rojo y verde era lo único que podía divisar. Le causaba gran asombro la magnitud y el brillo contrastante de aquello que muchos llamaban lábaro patrio pero que el admiraba como si fuera algo sagrado y sublime. Una salvación divina y coloreada pensó.

¡Levántate cabrón¡ Se escucho decir una voz que a sus oídos parecía tremendamente molesta por lo que al momento pensó no hacer caso pero en ese instante el piso le pareció más duro, frío y rasposo. Sus ojos divisaron unas botas que lo golpeaban suavemente a la altura del estomago, después unos pantalones azul marino, una macana, una placa que decía policía auxiliar y una cara que al principio le espanto, pero en la cual inmediatamente reconoció a su gente: morena, de aspecto dura, nariz ancha, y ojos negros profundos.

Le costaba trabajo incorporarse, no recordaba cuanto tiempo llevaba ahí en esa posición, ni siquiera cómo había llegado. Tras una inspección ocular a lo que era su traje Esteban se percató con satisfacción que aún conservaba su cartera y dentro de ella algunos billetes, el sol le pareció hermoso, pues era cálido y reconfortable, la poca gente que circulaba a esa hora ni lo miraba. Es lo bueno de el anonimato que la ciudad te ofrece pensaba mientras sacaba de la bolsa derecha de su saco una cajetilla de cigarros. Aún tumbado encendió y ofreció otro a el policía que lo acepto preguntándole si se encontraba bien.

En su memoria se deslizaban aquellas imágenes las cuales ahora parecían lejanas y como salidas de un sueño remoto e inteligible: la lucha libre, la cantina, después la pulquería, el niño y el adulto con la navaja, los golpes, la vagabunda, todo era ahora un espejismo. La única muestra de que todo había sido perceptible y material era su memoria, su dolores de estómago y cabeza y sus compañeros de viaje de los cuales hasta ese momento se había acordado, con un poco de preocupación por no saber donde se encontraban. Todo era conjunto, diversión, unión, de repente el deslizamiento individual: las garras de la inmediatez los habían hecho presa y ahora él se encontraba en el majestuoso zócalo de la ciudad, pero Diana y Rubén dónde estarían.

El complejo citadino se alzaba imponente ante él. Una catedral, edificios de la época colonial que servían ahora como oficinas burocráticas, gente deambulando que parecía enmarañarse en las entradas del metro. Su cabeza daba vueltas y por momentos parecía querer desvanecerse, el policía aún seguía a su lado, fumando y observándolo. Ya incorporado al primer paso Esteban recordó todo el dolor de lo acontecido, sus costillas empezaron a crujir y una dolencia de pies a cabeza le sobrevino expresándose en su rostro con un rictus inefable de dolor. A pesar de los calambres que recorrían su cuerpo emprendió camino rumbo a la calle lateral a la catedral metropolitana dejando atrás a el policía al cual amablemente agradeció su compañía momentánea.

El propósito de ese andar era el de regresar al lugar de los hechos para tratar de encontrar y hallar algo que ni el sabía muy bien que era, tal ves sus amigos los cuales acaparaban gran parte de su pensar, tal ves el remembrar acciones que lo llevarían a una conclusión que se convertía conforme sus pasos en obsesión.

La vieja calle de Donceles, recuerdos fotográficos venían a el, cuantas veces había estado revelando rollos, ampliando imágenes, bebiendo en el UTA o en la Maldita Vecindad, siempre acompañado. Ahora que se encontraba solo Esteban añoraba con ansias locas el peregrinaje de la tarde anterior que había empezado justamente en esta calle. Miró hacia la esquina de Brasil y recordó como horas antes en un día distinto se había encontrado con sus amigos. De ahí a la maldita a beber litros de cerveza sentados en viejas escaleras de mármol frío, clandestinamente, junto a muchos otros personajes citadinos. Después la lucha libre en la arena coliseo a donde ya se dirigía caminando por una calle conocida por los vecinos como el “callejón de los milagros” y que sacaba directamente a un costado de la arena majestuosa.

Parecía estando ahí, escuchar aún los alaridos de la gente ovacionando al Dr. Wagner, al Mistico, al Atlantis. Ahora por fuera está se encontraba desierta, con los vestigios de los carteles de lo que habían sido noches anteriores, su noche. El aspecto de la arena sin embargo no era triste sino majestuoso y luminoso, el recuerdo y la historia hacían que ese monumento de paredes grises luciera y brillara. Ahí estuvo él y mucha gente, cada una con historias distintas y únicas. Ahora Esteban estaba tratando de reconstruir la suya propia.

Caminó rumbo a Garibaldí divisando la taqueria donde justo antes de perder la memoria había comido unos de tripa, sudadero y longaniza por módicos cinco pesos. El señor gordo y con una venda que cubría su pierna llena de venas varicosas estaba limpiando las mesas, listo para otra jornada de trabajo y vendimia. Esteban se acercó temeroso y preguntó si se acordaba de el. Él taquero lo miro un momento como desconfiando pero después asintió con la cabeza: venias con dos amigos, que ha sido de ellos preguntó. Es lo que quisiera averiguar respondió Esteban ya sentado en una de las mesas, no recuerdo donde nos perdimos, solo se que fue en Garibaldí en la noche o tal ves aquí, no lo se. El ser de las vendas lo observaba tristemente ¡Hay joven, aquí en la lagunilla todo ocurre, mejor hable por teléfono e investigue!

Hasta ese momento Esteban se acordó de lo material de la vida, de que había teléfonos, inclusive de monedas. Parecía como si estuviera en un sueño, veía las cabinas telefónicas pero sabia que en vano llamaría pues algo le decía que debía reconstruir lo acontecido antes de terminar y volver a la realidad. Después de beberse una cerveza y comer un tacó siguió su camino rumbo a la plaza de los mariachis que a esa hora estaba casi desierta.

Fue como un golpe, ahí estaba la banca, sobre ella un niño durmiendo aun con un papel en la mano, que la noche anterior debió estar impregnado de activo. Ahora empezaba a recordar. El suelo, los olores, y el entorno en general le despertaron un sentido vivo que lo llevó por los recovecos de la memoria. La banca en la que el se había besado con aquella vagabunda, más ya no había ni vagabunda ni el señor que lo había golpeado después, ni la navaja ni las cuerdas.

Esteban añoró el momento de aquel calido beso, todo había sido maravilloso, desde el momento en que aquel ser que tenia apariencia estropeada, vestida con majestuosos harapos que la hacían ver como un personaje propio de la revolución mexicana, original, jodida en garras, se acerco a pedir bebida hasta lo acontecido después, recordó su cara que denotaba una tristeza casi subversiva, discreta pero retadora. Cruzaron palabras, bebieron de la misma botella y de repente él tenia los labios partidos, duros, curtidos y como cosidos por el sol en su boca, el aliento era amargo, la lengua parecía buscar dentro de la garganta algo que no había encontrado en las cuevas de la calle. Esteban extasiado recordaba como segundos después otro ser, maligno, había llegado a jalar de los cabellos a esa lengua, esa boca, ese rostro, esa mujer.

De pronto la cara pareció volver a dolerle con los golpes que le habían propinado tan solo unas horas antes. Observaba al niño que ni con su presencia despertaba, miró al suelo y pudo observar unas manchas de sangre. Eran demasiadas para ser su sangre, a él le habían tocado tan solo unos golpes de aquel viejo celoso que parecía una bestia rumiante en una plaza de toros, a la vagabunda un jalón de pelos ¿Pero sus amigos? En ese instante Esteban se agacho giro su rostro y miró, justo atrás de él, una figura hecha con gis blanco que simulaba un cuerpo tendido… Era la silueta de Rubén, pintada ahí.
Tumbado en el suelo con lagrimas en los ojos Esteban comenzó a recordar todo, él había tenido la culpa, por qué besar a esa puta, por qué querer lucirse como siempre, con sus arranques de locura superficial. Rubén en el afán de defenderlo había intervenido en la pelea, como eran dos contra uno otro ser aún más maligno que el primero salió de las sombras de una pulquería con navaja en mano para propinarle no menos de diez piquetes a Rubén. Gritos, Diana buscando ayuda, secuestrada por el mismo ser, llevada a rastras hacia una calle oscura, y Esteban corriendo, corriendo como siempre.

Por qué el mundo se tenia que encajar con él, solo quería beber, si es cierto que esto ya era un vicio irremediable pues lo ejercía casi a diario, también era verdad que solo quería divertirse y mandar a la chingada al mundo. Pero ahora todo había cambiado, Rubén estaba muerto, él asustado por no recordar como es que no carajos pidió ayuda y cómo fue que llegó al zócalo con un poco de dinero en la bolsa. Diana no se encontraba por ningún lado, qué seria de sus padres, de la familia de Rubén cuando supieran lo acontecido, maldita ciudad, maldita gente, maldito Rubén, por que se había inmiscuido en sus problemas. Pensándolo bien se había ganado el castigo divino en manos de aquel hombre

Deambulando nuevamente pero ya sin destino fijo y riendo cada que recordaba la escena de la pelea, Esteban abordó al metro de la Ciudad de México en la estación Zócalo, se perdió en los andenes para siempre… Al día siguiente la noticia retumbó en los diarios amarillistas de circulación nacional: ¡ Ciudad trágica, tres jóvenes muertos el fin de semana: acuchillado en Garibaldi. Maniatada, violada y estrangulada en un callejón y suicida de dieciséis años en el metro! La ciudad seguía su andar, los puestos vendían, las mujeres y hombres caminaban, los gorriones cantaban, el planeta giraba alrededor del sol, pareciera nada hubiera pasado.

Por *Don Fer*

1 comment:

Frigánea said...
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