Vagabundo

Se encontraba en un encantador rincón. Admiraba el mundo, fumaba un cigarrillo cuyo humo hacia cabriolas en el aire encantado ya de otro humo, más espeso mas girs. Miraba hacia todos lados, como esperando algo lo cual a ciencia cierta no sabia que era; su posición era incomoda, pero él ya estaba acostumbrado a esta y a muchas más.

El suelo le parecía lo más sublime que había en este mundo, dilataba y sabia que era suyo. Ya lo había probado de mil maneras, sentado en él, arrodillado, acostado. Incluso en alguna ocasión lo palpo, beso, y sintió de una manera cuasi espiritual. Sabía que de ahí provenía todo: él mismo, sus sueños, creaciones y felicidades. Constantemente lo comparaba con una mujer a la cual podía hacer suya cuantas veces quisiera, la que podía darle venturas, desventuras y uno que otro momento de placer. ¡Ah! Admirable terreno, que él usaba y cuidaba tanto como a su vida.

Veía a los pocos árboles que lo rodeaban como rivales, pues sabía que le robaban un poco de su sagrado espacio, pero igual los respetaba pues, pensaba, eran sus únicos acompañantes con algo de vida. Ahí estarían siempre fieles. Incluso él moriría y los troncos con ramificaciones verdes que parecían extenderse hasta el más allá, seguirían rígidos soportando y esperando a que otro compañero como él llegara a su espacio.

Era conciente de que el universo era mucho más grande que un par de árboles y una banqueta, pero ya no se atrevía a inmiscuirse en él. Lo había hecho años atrás encontrando desesperanza, amores mal pagados, aires malignos y alcoholes destrozadores de espíritu, conciencia y vida. Él ya se había confrontado al mundo, lo había hecho suyo, lo había estropeado. Pensaba que tenia que pagar con la reducción de este, que Dios lo había condenado a este mini espacio, a este sobrevivir con lo mínimo de aire y visibilidad. ¡Oh si! Ya lo había visto todo, ahora solo esperaba ver más allá.

En ocasiones un perro se abalanzaba hacia él juguetonamente, pero no le gustaba pues le robaba espacio, comida y tiempo. A los humanos ya no les tomaba importancia y solo los usaba materialmente pidiéndoles algo: una moneda, un pan, una limosna. Estaba seguro que la espiritualidad se había perdido por completo en este complejo de edificios grises, que lo rodeaban. Y es que no había ninguna iglesia cerca, como las de su pueblo del cual se acordaba con imágenes remotas. Hasta tres o cuatro podías ahí encontrar. Aquí las pocas que habían estaban perdidas y la grandota esa que estaba junto a la base de concreto más grande y gris del mundo estaba muy lejos y no lo dejaban entrar por su aspecto.

Idílico concentraba su espíritu, mente y cuerpo a rezar a una cruz de metal que le habían regalado años atrás y cuyo resguardo era tan sagrado como el de un tesoro. Su creencia hacia Dios se había desmoronado, pues no comprendía como algunos seres humanos se empeñaban en derribar árboles, montañas, secar lagos y exterminar animales con el solo propósito de construir edificios, casas, dinero. Si alguien algún día se atreviera a meterse con sus árboles los defendería con su vida misma. Por qué no respetar lo que el mismo Dios les dio, por que la destrucción, no lo entendía pero tampoco lo analizaba mucho pues sabia que no le era posible hacer nada, era uno más de sus dolores de cabeza, solo eso.

De vez en cuando abandonaba su lugar, salía a caminar, maltrecho pero seguro. Ya no le podía pasar nada, a lo más podía olvidar el lugar de donde había partido pero seguramente encontraría otro, como tantas veces ya le había ocurrido. En estos lares banquetas era lo que sobraba, árboles no, eso le preocupaba. Era ecologista sin saberlo, sin tomarlo en cuenta. En sus viajes observaba a la gente alejarse de él, dar media vuelta y emprender la huida, le daba gracia y confirmaba su idea de perdida de espiritualidad, humanismo, de vida misma.

Se sentía reconfortado cuando llegaba a algún parque. Entablaba largos monólogos con los árboles, les ofrecía su intimidad, los regaba con sus relatos, dejaba que aquellos le absorbieran todo. Siempre terminaba agotado, sin ganas de continuar y no pocas veces dormido a sus pies sintiendo aún esa rivalidad que los unía, esa confianza que los entrelazaba. A lo largo de sus sueños se despertaba su pasado, la escuela rural en la que había pasado seis años de su vida; sus padres mandándolo a trabajar a la ciudad; los edificios, que sentía, se derrumbaban sobre él; sus iguales tratándolo con desprecio; su banqueta, su existencia.

Cuando le daba por beber veía el mundo de otra manera, más mediocre, mas triste, ruin y caótico. Había visto asaltar, violar, sucumbir bajo las llantas de un camión. Lloraba de rabia horas enteras al ver el desprecio y la carnicería de la cual todos éramos cómplices. Sus sentidos se agudizaban, entendía con otros ojos lo que nadie podía percibir, la belleza era para él una esquina, una mancha, una veladora, una luz, lo más común.


Yo lo conocí cuando le platicaba algo a un árbol, su aspecto era descuidado, denotaba tristeza infinita y sus ojos negros y sin brillo estaban perdidos en un punto fijo. Al percibir que lo miraba desconfiado abrazo al árbol, parecía querer fundirse en él, ser una esencia dual: tronco carnal.

Sin aspavientos le salude cortésmente.

- Un día de estos todo se entenderá y seremos expulsados de la tierra, iremos al infierno mismo, donde yo ya estoy - me dijo harto convincente.

De ahí que conociera su visión del mundo, de este encuentro a que me atreviera a escribir unas líneas sobre él. Cuando después de platicar me confeso que yo era como un árbol, inmaduro, pues no me habían crecido las hojas, yo le pregunte su nombre.

Me dijo que se llamaba Dios, le creí y hasta la fecha comparto su banqueta, su espacio y su vida.

Creo que las primeras hojas en mi cuerpo están empezando a germinar.



José Fernando Franco Gutiérrez.
D O N F E R...