Ver llover

Foto: Don Fer

Para Kesia

Siempre me ha gustado ver llover. Guardo gratos recuerdos de un aguacero monumental que caía sobre y alrededor de la cabaña donde me hospedaba, mientras absorto fumaba mariguana y escribía, en algún punto de la sierra mazateca del estado de Oaxaca. O de lloviznas que se desataban en algún lugar de la ciudad de México, cuyas gotas terminaban introduciéndose por el orificio de la botella de mi cerveza, empapándome lentamente.

Cuando bebía con Kesia lo hacía en alguna esquina de su barrio. Vivía al norte de la ciudad de México en la colonia Panamericana. Yo era en ese entonces un joven enamorado al cual el miedo hacia la policía, la sociedad o la calle no se le mostraba como ahora. Ella era mi novia, me le había declarado formalmente en un vagón del metro en el cual nos sentábamos siempre en el suelo.

A ambos nos gustaba el alcohol y la mariguana. Consumíamos estos elixires a diario y lo hacíamos en donde fuera más barato y fácil: la calle. Alguna ves nos subieron a una patrulla en donde oficiales que decían cuidar de la sociedad amenazaron con violarla y madrearme si no aflojábamos un “camarón”. En otra ocasión justo delante de nosotros presenciamos el espectáculo de un asesinato tan común en los barrios de nuestra ciudad.

Cuando llovía no pensábamos en protegernos del agua, al contrario buscábamos la calle pues sabíamos que la gente común intentaría cubrirse de ese “mal día” de la mejor manera posible: no saliendo de sus casas. Por lo que las avenidas, callejones y recovecos transitables eran nuestros por lo menos en lo que duraba la tempestad. Éramos seres solitarios. Desde que comenzamos nuestra relación el primer acuerdo había sido dejar de lado amistades banales. Éramos rebeldes y ellos no compartían nuestro gusto de beber bajo el agua. Todos buscaban cubrirse.

Con Kesia viví una temporada en Puebla. Trabajamos en una zapatería. Yo aventaba el calzado por una rampa útil solamente para el hecho y ella ofrecía y medía el producto al cliente. El poco dinero que ganábamos lo gastábamos en pagar treinta pesos diarios por una habitación sucia de hotel cuyas paredes se encontraban graffiteadas con mensajes de amor momentáneo y en comprar droga, alcohol y poca comida.

Un día me enferme, recuerdo que la noche anterior había bebido un aguardiente cuyo sabor era parecido al plástico más común y corriente: me volví loco, vomitaba sangre y mi visibilidad se nublaba. Kesia me llevó al hospital y afortunadamente todo salió bien. De ahí yo pensé en el regreso mas ella renegaba, así que decidí aguantar más días sin comida y mucha bebida.

En Puebla llovía más fuerte que en el DF. Cuando el evento se acercaba y el cielo mostraba su cara más oscura y escuchábamos que los cánticos del mas allá resonaban graves sonoros y roncos Kesia y yo nos dirigíamos a cualquier esquina, destapábamos nuestro aguardiente y nos quedábamos ahí parados sintiendo el frió de los chorros del agua recorriendo nuestros cuerpos, el calor del alcohol deslizándose por nuestro interior.

Esto me excitaba y la mayoría de veces terminábamos haciendo el amor locamente, secando nuestros poros con el frotar de nuestros cuerpos, empapándonos de nuestro sudor, confluyendo momentáneamente. Amaba a Kesia, amaba la lluvia y el alcohol.


Yo escribía todas las noches, ella pintaba todas las noches. Un día decidimos explorar otros terrenos e ir a un museo. Eso fue lo que marcó nuestro regreso. A la entrada del recinto nos negaron el acceso puesto que según los empleados teníamos aspecto de vagos. Yo le rompí la cara al vigilante mientras Kesia gritaba causando que todos los asistentes a tan “prestigiado” lugar voltearan a vernos con cara de espanto. En la Ciudad de México con todo y nuestro aspecto esto nunca nos había ocurrido.


Ya de regreso nos percatamos que las cosas entre nosotros habían cambiado, algo de nuestra libertad se había trastocado. Yo ya no podía vivir sin estar a su lado y con ella pasaba lo mismo. Nos chocaba la situación pues nos estábamos haciendo dependientes el uno del otro. Pugnábamos por no enamorarnos de más pero estaba sucediendo. Yo no sabía como decirle que no quería pasar al siguiente nivel y con ella… pasaba lo mismo.

Yo ya no tenía amigos, todos decían que prefería la lluvia a la compañía carnal. Era cierto. Kesia comenzaba a drogarse con cocaína y pastillas, su aspecto denotaba soledad y descuido, no le decía nada: que ejerciera su libertad pensaba.

Un día me propuso desnudarnos en una calle de la Panamericana. Llovía y acepte, la calle estaba desierta y solo los perros chorreantes de agua nos miraban tristes como tratando de entender por que éramos los únicos seres que les acompañábamos. Terminamos haciendo el amor en una banqueta a la luz de la tarde, sobre charcos y lodo. Me estaba volviendo loco, ella ya lo estaba.

Una tarde Kesia me dijo que se iba a matar, yo no le creí, pensaba que su locura la hacia decir incoherencias, aparte tenia la teoría de que quien se iba a suicidar nunca lo prevenía pues corría el riesgo de que lo convencieran de lo contrario. A la tarde siguiente no llegó a la cita que nunca planeábamos. Los días siguientes fueron iguales. Cuando por fin la fui a buscar a su casa su madre me informo que se había aventado a las vías del metro en la estación Instituto del Petróleo.

Gracias a dios había tenido la decencia de avisarme, de prevenirme pensé. Quizás quería que la convenciera de lo contrario.

Desde ese día ya no bebo en la calle. Aún veo llover, aún siento recorrer el agua por mi cuerpo y dejo que mis lagrimas confluyan con ella por que siento que en cada gota Kesia me esta tocando, que cada rayo que cae es una parte de ella iluminando mi camino.

Cuando veo el cielo nublarse salgo a la calle, no importa el lugar o situación: si estoy solo o acompañado, si me encuentro en la oficina o en mi casa. Miro hacia arriba, mis lágrimas ruedan y en cada gota veo la cara de Kesia que se impregna en mi cuerpo. Confluimos un momento y parezco entender, aunque sea fugazmente, el por que me volví loco.

Don Fer

SEPTIEMBRE 2007


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